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Es conocido que el término «crisis» significa cambio. No se trata de una situación coyuntural de más o menos años de duración, que cuando pasa deja todo como estaba. Al contrario, los momentos de crisis, como el actual, remueven las estructuras más aparentemente estables de la sociedad y del tejido empresarial. En el fondo, el final de todas las crisis económicas es un cambio sustancial de paradigmas. Cuanto más profunda es la crisis, más se aprecia la transformación. Y la que nos ha tocado vivir va a terminar con muchos lugares comunes, pero va a tener una gran consecuencia dentro de la población empresarial de nuestro país.

A mi juicio, entre el 70 y el 80% de las empresas españolas con más de cinco años de antigüedad al comienzo de la crisis, desaparecerán. No es una profecía, ni un mal augurio. Es una exigencia ineludible de la realidad: las ventas en prácticamente todos los sectores han descendido una media del 50%, los costes fijos se mantienen, en la mayoría de los casos sin posibilidad de recortarlos, y la financiación externa para soportar esta difícil situación resulta inexistente. Desgraciadamente, es imposible mantener el tipo ante este escenario, al que le debemos sumar en la mayoría de los casos, el grave deterioro que producen los impagos primero en la tesorería de la empresa y, finalmente, en la cuenta de resultados, cuando la ley obliga a la dotación.

Por supuesto, habrá quien se salve de la quema, pero serán los menos: los grandes monstruos están cayendo estrepitosamente, porque eran gigantes con pies de plomo; los más pequeños también, porque no pueden soportar el descalabro de ventas, y sólo se mantienen quienes disponen de un importante músculo financiero y han tenido la fortuna de no ser arrollados por los males de su propio sector, y el acierto de no entrar en operaciones arriesgadas o económicamente poco rentables.

De cualquier forma, esta realidad, contrastada con el tremendo aumento de solicitudes de concursos de acreedores, y el cierre de hecho de muchas más empresas que no se acogen a la regulación concursal, no es negativo en si mismo, si pensamos que progresivamente irán surgiendo proyectos nuevos, con mínimos costes estructurales, con nuevas ilusiones y sin cargas externas que perjudiquen la idea, y que crearán puestos de trabajo, que sustituirán a los que se quedan por el camino. Optimismo es la palabra, frente a la dura realidad. Esto no es el fin, es el comienzo de una época diferente, esperemos que también desde el punto de vista ético. Lo nuevo sustituirá a lo viejo; lo débil dejará paso a lo fuerte, y lo rápido se cambiará por lo lento. En todos los sectores, sin excepción. Y se va a imponer un nuevo modelo de hacer negocios. Por cierto, quienes nos dedicamos al asesoramiento, al tratamiento del Derecho, también cambiaremos, y en la misma línea que el resto de la sociedad; de lo contrario, también desapareceremos.

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